viernes, 7 de mayo de 2010

Y entonces volvió el silencio

Un teléfono suena, una repetición de tonos armónicos se hace eco en la sala. El silencio, ofendido, eleva la voz para hacerse homogéneo de nuevo, circunspecto. Es entonces cuando el suelo se abre a mis pies, un gran mar de lava espera a que mis brazos cedan y pueda engullirme en su ígnea inmensidad. Grito pidiendo auxilio pero es inútil, el silencio domina toda la estancia e impide que mis lamentos salgan al exterior. El sudor de mis manos hace que me desprenda del saliente que me mantiene en suelo firme y caigo. Puedo ver cómo se aleja el techo mientras voy sintiendo el calor de las lenguas de fuego intentando atraparme, ávidas de sangre, antes de llegar a su seno.

Es todo cuanto puedo recordar, después despierto empapado en sudor, febril, taquicárdico. Creo que incluso puedo sentir el calor de las llamas rodeando mi cuello. Salgo de la cama, abro la ventana y saco la cabeza por completo (a veces, el aire consigue despegarme esa horrible sensación que se levanta cada mañana conmigo). Sólo cuando me siento en mi piano puedo alejar de mi mente la angustia y la desesperación. Las notas me liberan de todo mal, me elevan a mundos conocidos a veces, desconocidos la mayoría, pero reales todos ellos. Viajo por parajes aún no explorados, sendas vírgenes que me conducen a paraísos anónimos en los que me pierdo durante horas. Pero eso sólo ocurre, como he dicho, cuando mis manos acrician el piano, actividad que mi edad dificulta casi tanto como mi artrosis.

A ella le gustaba sentarse en su mecedora y escuchar las melodías que me inspiraba su prsencia. Cada día eran diferentes, cada día ella era diferente. Tenía millones de matices (casi tantos como sus ojos azules) que la hacían única, especial. Cada día era como conocerla de nuevo, descubrir cosas maravillosas de las que uno no podía evitar enamorarse. Su voz, sus gestos, su forma de decir las cosas, cómo me miraba por las mañanas después de hacer el amor... Sus manos, capaces de operar un corazón sin oscilación alguna pero temblorosas sobre mi piel. Sus labios, esos labios que tanto he besado, dulces, salvajes, tiernos... pero, sobre todo, sinceros. Sus ojos, ventanas al edén, tan delicados como las gotas del rocío, refugio de infinitas tonalidades azules, capaces de hacerme estremecer tan solo con el roce de una mirada. Así era ella, un remolino de sensaciones, un cajón de sastre de emociones, impredecible, espontánea, hermosa.

Todo ocurió una cálida tarde de otoño. Eran las siete y media y el sol caía por el horizonte despacio, perezoso, tintando de rojo cuanto tenía a su alcance. Las hojas se desprendían de los árboles fomando en el suelo un manto castaño que crujía a mi paso. Salía pronto del hospital por lo que decidí pasarme a visitar a un viejo amigo. Podía respirarse la paz que solo los cementerios ofrecen. De pronto, el silencio se vió interrumpido por la melodía de un móvil. ¿Si?... Si, soy su marido. ¿Está bien?. Mis manos dejaron caer el teléfono que rápidamente fué engullido por el azafranado manto de hojas. Y entonces volvió el sielncio.

2 comentarios:

  1. no me gusta que se muera...pero sólo es ficción

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  2. Por supuesto que es ficción y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Pero en la muerte radica el romanticismo del texto, y en a música ella esta viva. Se supone que es en los sueños donde vivimos lo que deseamos pero el personaje solo puede revivirla a traves de la música... La muerte es necesaria en el texto.

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