No recordaba cuándo fue
la primera vez que sintió miedo… parecía que toda su vida hubiera estado
controlada por aquella absurda sensación. ¿Absurda? Desde luego no es útil (al
menos no a día de hoy; tendríamos que remontarnos varios miles de años atrás en
el tiempo y eso se escapa de estas líneas...), pero denominarla de esa manera le
hacía sentirse aún peor consigo mismo.
Muchos
creeréis que el miedo es aquello que se siente cuando paseas por una calle
oscura en un barrio “conflictivo”, o cuando duermes solo en casa tras ver una
película de miedo. Quizá penséis que el miedo es saltar desde un avión a dos mil
metros de altura, o verse perseguido por un toro por las calles de una ciudad… Es
difícil sentir aquello que nunca hemos sentido y más aún lo que no comprendemos.
Para él el miedo era
mucho más que eso. Una prisión invisible en la que día a día vivía pensando en
la forma de escapar sin saber que él mismo construía las paredes con sus pensamientos...
El miedo era enfrentarse a un “buenos días”, era tener que pedir la cuenta en
un bar, salir a la calle solo, decir a esa persona cuánto la quería… Para
él el miedo estaba en cada instante de su vida, en cada palabra pronunciada o
simplemente imaginada, en cada mirada evitada, en cada deseo truncado… Un
abrazo, un halago, una mirada, un reproche, una sonrisa, una llamada, un “espera”…
todo era sustituido por MIEDO.
Era tarde para arrepentimientos,
para reproches vacíos. Se preguntaba si no hubiera sido posible haber evitado
tantos años de sufrimiento en su existencia, pero el miedo a la muerte le condenó a la vida…