miércoles, 6 de octubre de 2010

Siempre es de noche

Anochece. El sol cansado de un largo día deja paso a un cielo estrellado, pseudoiluminado por una tímida luna que poco a poco va perdiendo el miedo a la oscuridad. La noche es uno de mis momentos preferidos, puedo conversar con el silencio, ver cosas que la luz del día oculta, perderme en la negrura y disfrutar del miedo que eso me produce. Podría contar mil cosas que he vivido junto a la noche, cosas que hemos compartido en momentos de soledad y compañía, pero eso queda en la intimidad de mis circuitos cerebrales, es más bonito así...

Siempre me he sentido como  la noche, solitario, taciturno, a veces incluso estrellado.. Intentaba mimetizarme con ella a través de la ropa, mis gestos, mi alma... Los que me conocéis sabéis que no me parezco mucho a la noche, ya no. Ahora me acompaña un sol allá donde vaya, una sonrisa en mi alma que me hace disfrutar de la vida como nunca antes había imaginado. Pero los que me habéis conocido sabéis que he vivido muchos años en la lobreguez, es algo que no puedo apartar de mi y que, en el fondo, necesito para vivir...

¿A qué viene todo esto? pues yo también me lo pregunto, es la primera vez que escribo tan directamente sobre mi. Hoy no he tenido un buen día y ha dejado de brillar el son en mi interior por un día. Pero eso no quiere decir que llegue la noche ni que se acabe el día, no. Hice un trato conmigo mismo, decidí no sufrir nunca más, a pesar  del mundo. Y sonreir, sonreir siempre a la gente que más quiero (incluyendome a mi claro, y a ti también). Sin embargo no puedo despegarme de mi pasado, olvidarlo como si nunca hubiera existido, porque si soy lo que soy es gracias a ello. Y es por ello que a veces le rindo un homenaje soltando una, dos o mil lágrimas. Pero no temais, no puede apagarse la luz que llevo dentro porque estoy rodeado de gente, iluminados por su autenticidad que con tan solo una mirada me hacen recordar lo importante que es sonreir (y quiero decir que me alegra sobremanera que la falta de mi sonrisa sea causa de sorpresa y no viceversa).

martes, 24 de agosto de 2010

Hastío

Hastío, en su cabeza era la palabra más escuchada desde que la viera en un capítulo de "La regenta". Eran muchas las horas que se pasaba sentado en la cama con la mirada fija en cada una de las letras que la componían, sobre todo en la "h". No sabía muy bien lo que significaba pero se sentía de alguna manera muy ligado a esa extraña palabra. La había buscado una vez en el diccionario: "Tedio. Aburrimiento extremo o estado de ánimo del que soporta algo o alguien que no le interesa". Eso era justamente lo que él sentía, pero no aburrimiento sino hastío, hastío por soportar una vida que no había elegido, hastío por abandonar cada día la realidad para despertar en un mundo que no era para él, hastío por sentirse como la letra "h" de la palabra, inane, insignificante, mudo.

Era un día como otro cualquiera, lunes, ocho de la mañana, se levantaba para ir al instituto como llevaba haciendo cada mañana desde hacía mucho tiempo. La rutina era siempre la misma, se levantaba tras escuchar varias veces la alarma del móvil, se metía en la ducha para terminar de despertarse, se vestía, desayunaba, metía los libros en la mochila, se paraba unos instantes frente al espejo y, tras secarse las lagrimas, se iba a clase. De camino a clase no dejaba de pensar en lo mismo, hastío: "Tedio. Aburrimiento extremo o estado de ánimo del que soporta algo o alguien que no le interesa".

Cuando quedaban quince minutos para terminar las clases entró su mejor amigo, o quizá el único. No llegó a entrar en el aula, sacó de su mochila un revólver cargado con 9 balas y empezó a disparar, uno a uno los cuerpos caían al suelo, inertes, con el dolor impregnado en sus caras mientras el resto de los compañeros corría sin saber muy bien qué estaba pasando. Sonaron siete disparos y ahí, de pié en mitad de la clase, se encontraba él, sólo, frente a frente con su amigo. No hizo nada, vio como poco a poco el arma apuntaba su cabeza, entonces fijó la mirada en la de su amigo y sonrió. "Felicidades", fue lo último que escuchó ese día, y el resto de su vida.

jueves, 27 de mayo de 2010

"Quédate"

Una, dos, tres, cuatro.... y así hasta dos millones trescientas un mil siete gotas contó aquella noche golpear la ventana de su habitación, casi tantas como lágrimas recorrieron sus mejillas. Nunca más volvería a verla, se lo prometió (a ella) con un nudo en la garganta mientras intentaba en vano apartar de su mirada aquellos azules ojos, remolinos que se llevaron su alma al fondo de algún profundo mar. Jamás pensó que le resultaría tan difícil desprenderse de lo que nunca llegó a tener, jamás se creyó capaz de ser infiel y mucho menos a sus sentimientos. Pero no, no jugarían mas a aquel juego que por poco les cuesta la vida, su vida, la de ella.

Vivían en mundos diferentes (Pero no diferentes, queridos lectores, como nos muestran las películas "jolibudienses" en los que ella, hermosa dama de apellido impronunciable tanto por su ortografía como por el poder que emana conoce a un pobre chico, un mortal más entre miseria y misericordia. No, no mal interpreten. No interpreten. Lean), dos realidades separadas por una puerta de madera que se escondía entre la maleza del bosque. La primera vez que atravesó aquella puerta, hace años, siglos, o días quizá, lo hizo sólo, con la única compañía de la oscuridad que le rodeaba. Al otro lado, un mundo lleno de colores vivos, olores exóticos, miles de estrellas brillantes en el cielo, criaturas que no había contemplado ni en su imaginación, música, música por todas partes, y ella. Fue la primera vez que la vio, sentada junto a un arroyo, con su dorada melena cayendo a un lado de la cara, en la que destacaban dos esferas celestes casi tan brillantes como las estrellas que reflejaban. No dijo nada, sólo permaneció ahí, de pie, observando su infinita hermosura sin poder mover un solo músculo. Ella, al verle se ocultó en el agua desapareciendo por completo.

Cada noche él atravesaba la puerta para reencontrarse con la misteriosa mujer hasta que un día, ella, dejó de temerle. Se veían en la complicidad de la noche, daban largos paseos bajo el manto estrellado, jugaban con los árboles, tenían conversaciones banales que muchas veces se repetían porque él, o ella, o ambos, olvidaban el contenido, pero nunca el continente. Así pasaron las noches hasta que él quiso llevarla a su mundo, que conociera su casa, donde hacía su vida cuando no estaban juntos. Pero lo que no sabía es que cada vez que la alejaba del arroyo su vida se disipaba, se esfumaba como una nube que se pierde en el cielo hasta desaparecer. Ella no lo sabía, o quizá sí, pero él no estaba dispuesto a poner en peligro su vida. Pasaron juntos toda la noche que se confundió con el alba pues el cielo, cubierto de negras nubes, no dejaba pasar los rayos del sol. Sería la última vez que la viera, de pie, sus manos entrelazadas, con lágrimas en los ojos, tan solo quería oír una palabra, una sola palabra hubiera bastado para hacer salir al sol, para evitar la lluvia que estaba por caer. Tan solo una palabra que pronunciasen sus labios. No dijo nada. Empezó a llover, un nudo le atenazó la garganta. Él, la besó en la frente, fue su primer beso de amor, el beso de amor más amargo de la historia.

viernes, 7 de mayo de 2010

Y entonces volvió el silencio

Un teléfono suena, una repetición de tonos armónicos se hace eco en la sala. El silencio, ofendido, eleva la voz para hacerse homogéneo de nuevo, circunspecto. Es entonces cuando el suelo se abre a mis pies, un gran mar de lava espera a que mis brazos cedan y pueda engullirme en su ígnea inmensidad. Grito pidiendo auxilio pero es inútil, el silencio domina toda la estancia e impide que mis lamentos salgan al exterior. El sudor de mis manos hace que me desprenda del saliente que me mantiene en suelo firme y caigo. Puedo ver cómo se aleja el techo mientras voy sintiendo el calor de las lenguas de fuego intentando atraparme, ávidas de sangre, antes de llegar a su seno.

Es todo cuanto puedo recordar, después despierto empapado en sudor, febril, taquicárdico. Creo que incluso puedo sentir el calor de las llamas rodeando mi cuello. Salgo de la cama, abro la ventana y saco la cabeza por completo (a veces, el aire consigue despegarme esa horrible sensación que se levanta cada mañana conmigo). Sólo cuando me siento en mi piano puedo alejar de mi mente la angustia y la desesperación. Las notas me liberan de todo mal, me elevan a mundos conocidos a veces, desconocidos la mayoría, pero reales todos ellos. Viajo por parajes aún no explorados, sendas vírgenes que me conducen a paraísos anónimos en los que me pierdo durante horas. Pero eso sólo ocurre, como he dicho, cuando mis manos acrician el piano, actividad que mi edad dificulta casi tanto como mi artrosis.

A ella le gustaba sentarse en su mecedora y escuchar las melodías que me inspiraba su prsencia. Cada día eran diferentes, cada día ella era diferente. Tenía millones de matices (casi tantos como sus ojos azules) que la hacían única, especial. Cada día era como conocerla de nuevo, descubrir cosas maravillosas de las que uno no podía evitar enamorarse. Su voz, sus gestos, su forma de decir las cosas, cómo me miraba por las mañanas después de hacer el amor... Sus manos, capaces de operar un corazón sin oscilación alguna pero temblorosas sobre mi piel. Sus labios, esos labios que tanto he besado, dulces, salvajes, tiernos... pero, sobre todo, sinceros. Sus ojos, ventanas al edén, tan delicados como las gotas del rocío, refugio de infinitas tonalidades azules, capaces de hacerme estremecer tan solo con el roce de una mirada. Así era ella, un remolino de sensaciones, un cajón de sastre de emociones, impredecible, espontánea, hermosa.

Todo ocurió una cálida tarde de otoño. Eran las siete y media y el sol caía por el horizonte despacio, perezoso, tintando de rojo cuanto tenía a su alcance. Las hojas se desprendían de los árboles fomando en el suelo un manto castaño que crujía a mi paso. Salía pronto del hospital por lo que decidí pasarme a visitar a un viejo amigo. Podía respirarse la paz que solo los cementerios ofrecen. De pronto, el silencio se vió interrumpido por la melodía de un móvil. ¿Si?... Si, soy su marido. ¿Está bien?. Mis manos dejaron caer el teléfono que rápidamente fué engullido por el azafranado manto de hojas. Y entonces volvió el sielncio.

martes, 4 de mayo de 2010

Armonía delirante

La música le hacía vibrar el paladar sintiendo un cosquilleo que le recorría todo el cuerpo a cada acorde de aquella frenética melodía que procedía de sus manos. Vertiginosas. Virtuosas. Se dejaba llevar por el ritmo que le entraba por sus orificios auditivos (incluso por alguno de los poros que emanaban sudor en aquel instante por todo su cuerpo) alcanzando un estado de éxtasis, locura, demencia, monomanía. Silencio.

La luz se abrió camino por su humor vítreo alcanzando perezosa la retina que vagamente recordaba unos acordes tocados en un piano electrónico (de estos que se enchufan, ya me entienden). El silencio se hizo notar en su boca cuando la ausencia de saliva le impidió pronunciar discurso alguno (dudo mucho que en su estado tuviese intención de recitar algo, pero desde luego de haber querido le hubiera resultado imposible). Por fin sus ojos dejaron de escuchar notas (Do, re, fa, sol#, por ejemplo) para dedicarse a la dificultosa tarea de predecir la distancia al suelo, paredes, puertas y demás objetos bellacamente instalados para poner a prueba la pericia, maña, industria de un cuerpo matutino tras la ingesta horas atrás de suculentos, variados y abundantes derivados etílicos. No debemos olvidar que era domingo, 12:30 horas, temperatura exterior 23 grados centígrados o Celsius, humedad relativa del 15%, cielo soleado con escasas nubosidades acercándose por el este, la bolsa en decaimiento y, por supuesto, las cigüeñas aún no habían vuelto de África.

Un paso, dos pasos, stop. Dolor de cabeza, cefalea espongiforme (por tragar como una esponja) in crescendo en Sol mayor. Reanudó de nuevo la marcha para ir directo con trayectoria curvilínea a estampar su fisonomía con la puerta de la habitación. Un segundo, casi dos, stop. Dolor, ahora generalizado. El suelo sigue tan duro como el día en que compró el piso. Debió de haber hecho caso del consejo más sabio que le propinó su difunto padre. “Antes de planchar la oreja tómate un salicílico ferviente (una aspirina) y ni resaca ni ná”. Ahora era tarde, nada podía hacer para evitar lo inevitable. Cerró los ojos. Los abrió de nuevo, seguía en el suelo, horizontal, vista al techo. Gotelé (gouttelette). Música.

Do#, Si, Do#, Si, Do#, Si, Do#, Re#, Mi… Sus manos acariciaban las monocromáticas teclas haciendo sonar aquella melodía que no podía apartar de su cabeza, de sus circuitos cerebrales, conectados a ese bucle armónico de acordes que le invadían haciéndole perder el control. Enajenación, enloquecimiento, paranoia.

lunes, 3 de mayo de 2010

Tempus fugit

Cuántas veces habré oído que no existe la verdad absoluta, que todo en la vida es relativo, que nada esta sujeto a sí mismo sino que depende de un conjunto de variables que le rodean y determinan segundo a segundo... Segundos. Minutos. ¿Grados? no, horas quizás. Fracciones de tiempo. Me recuerda a algo que siempre he oído decir, algo acerca de las verdades y lo absoluto de la vida ¿Hay algo más absoluto que la vida?...

¿Qué ocurre con el tiempo? ¿Es absoluto? ¿Es verdad? ¿Acaso existe el tiempo o es solo un instrumento de invención homínida para el mejor desarrollo de la vida intramente? (pues es de todos bien conocido que nuestra residencia a nivel infracelular, espiritual si lo prefieren, queda dentro de la calota craneana). Invención o no es algo que no podemos desnexionar (ni anexionar tampoco) de nuestras vidas, de la vida del universo en general (pues aunque no lo creamos el mundo es aparte de nosotros y a pesar de nosotros, pero eso es otro asunto). Los segundos pasan, se convierten en minutos y éstos en horas como si de un ritual milimétricamente ensayado se tratase. Monótono. Repetitivo. Imprescindible. Muchos han intentado profanar este tesoro de la naturaleza con un fracaso como resultado (no podía ser de otra forma).

Admitamos la impunidad de éstas fuerzas suprateas, dejemos de darnos cabezazos con las columnas marmólicas que nosotros mismos construimos, abramos los ojos de una vez en esta vida... ¿Hay peor sentimiento en la vida que el arrepentimiento? El tiempo es impasible a nuestros actos, nada de lo que hagamos, pensemos, deseemos, intuyamos puede hacerle cambiar de parecer. No parará hasta cumplir con su cometido (si amigos, os presento al verdadero verdugo en nuestra corta y curiosa existencia).

miércoles, 28 de abril de 2010

La vida en sueño

Nos pasamos la vida entre sueño y vigilia sin saber dónde habita la verdad, en cual de estas dos fases (a cuál más abstracta) radica el sentido de nuestra existencia... Queremos vivir en vida el reflejo de lo que logramos (los mas afortunados) en sueños, creemos soñar con lo que en vida más deseamos. Sin embargo no somos capaces de encontrar el generador de ese atisbo, de esa rémora de lo que realmente ansiamos. Son los sueños los que realmente nos motivan a vivir o es la vida la que nos trunca los más ansiados (porque esta claro que, como en la vida, los sueños mimetizan con lo absurdo) sueños..?
Sea como fuere estamos atados, encadenados a esta dualidad que se repite cíclicamente en el tiempo. Esclavos de una realidad oculta que se escapa a nuestra percepción y que nos roba la vida en busca de respuestas que poco importan cuando llegan... No quisiera despedirme sin mencionar una cita de un gran autor llamado Pedro "¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son"