jueves, 27 de mayo de 2010

"Quédate"

Una, dos, tres, cuatro.... y así hasta dos millones trescientas un mil siete gotas contó aquella noche golpear la ventana de su habitación, casi tantas como lágrimas recorrieron sus mejillas. Nunca más volvería a verla, se lo prometió (a ella) con un nudo en la garganta mientras intentaba en vano apartar de su mirada aquellos azules ojos, remolinos que se llevaron su alma al fondo de algún profundo mar. Jamás pensó que le resultaría tan difícil desprenderse de lo que nunca llegó a tener, jamás se creyó capaz de ser infiel y mucho menos a sus sentimientos. Pero no, no jugarían mas a aquel juego que por poco les cuesta la vida, su vida, la de ella.

Vivían en mundos diferentes (Pero no diferentes, queridos lectores, como nos muestran las películas "jolibudienses" en los que ella, hermosa dama de apellido impronunciable tanto por su ortografía como por el poder que emana conoce a un pobre chico, un mortal más entre miseria y misericordia. No, no mal interpreten. No interpreten. Lean), dos realidades separadas por una puerta de madera que se escondía entre la maleza del bosque. La primera vez que atravesó aquella puerta, hace años, siglos, o días quizá, lo hizo sólo, con la única compañía de la oscuridad que le rodeaba. Al otro lado, un mundo lleno de colores vivos, olores exóticos, miles de estrellas brillantes en el cielo, criaturas que no había contemplado ni en su imaginación, música, música por todas partes, y ella. Fue la primera vez que la vio, sentada junto a un arroyo, con su dorada melena cayendo a un lado de la cara, en la que destacaban dos esferas celestes casi tan brillantes como las estrellas que reflejaban. No dijo nada, sólo permaneció ahí, de pie, observando su infinita hermosura sin poder mover un solo músculo. Ella, al verle se ocultó en el agua desapareciendo por completo.

Cada noche él atravesaba la puerta para reencontrarse con la misteriosa mujer hasta que un día, ella, dejó de temerle. Se veían en la complicidad de la noche, daban largos paseos bajo el manto estrellado, jugaban con los árboles, tenían conversaciones banales que muchas veces se repetían porque él, o ella, o ambos, olvidaban el contenido, pero nunca el continente. Así pasaron las noches hasta que él quiso llevarla a su mundo, que conociera su casa, donde hacía su vida cuando no estaban juntos. Pero lo que no sabía es que cada vez que la alejaba del arroyo su vida se disipaba, se esfumaba como una nube que se pierde en el cielo hasta desaparecer. Ella no lo sabía, o quizá sí, pero él no estaba dispuesto a poner en peligro su vida. Pasaron juntos toda la noche que se confundió con el alba pues el cielo, cubierto de negras nubes, no dejaba pasar los rayos del sol. Sería la última vez que la viera, de pie, sus manos entrelazadas, con lágrimas en los ojos, tan solo quería oír una palabra, una sola palabra hubiera bastado para hacer salir al sol, para evitar la lluvia que estaba por caer. Tan solo una palabra que pronunciasen sus labios. No dijo nada. Empezó a llover, un nudo le atenazó la garganta. Él, la besó en la frente, fue su primer beso de amor, el beso de amor más amargo de la historia.

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