martes, 4 de mayo de 2010

Armonía delirante

La música le hacía vibrar el paladar sintiendo un cosquilleo que le recorría todo el cuerpo a cada acorde de aquella frenética melodía que procedía de sus manos. Vertiginosas. Virtuosas. Se dejaba llevar por el ritmo que le entraba por sus orificios auditivos (incluso por alguno de los poros que emanaban sudor en aquel instante por todo su cuerpo) alcanzando un estado de éxtasis, locura, demencia, monomanía. Silencio.

La luz se abrió camino por su humor vítreo alcanzando perezosa la retina que vagamente recordaba unos acordes tocados en un piano electrónico (de estos que se enchufan, ya me entienden). El silencio se hizo notar en su boca cuando la ausencia de saliva le impidió pronunciar discurso alguno (dudo mucho que en su estado tuviese intención de recitar algo, pero desde luego de haber querido le hubiera resultado imposible). Por fin sus ojos dejaron de escuchar notas (Do, re, fa, sol#, por ejemplo) para dedicarse a la dificultosa tarea de predecir la distancia al suelo, paredes, puertas y demás objetos bellacamente instalados para poner a prueba la pericia, maña, industria de un cuerpo matutino tras la ingesta horas atrás de suculentos, variados y abundantes derivados etílicos. No debemos olvidar que era domingo, 12:30 horas, temperatura exterior 23 grados centígrados o Celsius, humedad relativa del 15%, cielo soleado con escasas nubosidades acercándose por el este, la bolsa en decaimiento y, por supuesto, las cigüeñas aún no habían vuelto de África.

Un paso, dos pasos, stop. Dolor de cabeza, cefalea espongiforme (por tragar como una esponja) in crescendo en Sol mayor. Reanudó de nuevo la marcha para ir directo con trayectoria curvilínea a estampar su fisonomía con la puerta de la habitación. Un segundo, casi dos, stop. Dolor, ahora generalizado. El suelo sigue tan duro como el día en que compró el piso. Debió de haber hecho caso del consejo más sabio que le propinó su difunto padre. “Antes de planchar la oreja tómate un salicílico ferviente (una aspirina) y ni resaca ni ná”. Ahora era tarde, nada podía hacer para evitar lo inevitable. Cerró los ojos. Los abrió de nuevo, seguía en el suelo, horizontal, vista al techo. Gotelé (gouttelette). Música.

Do#, Si, Do#, Si, Do#, Si, Do#, Re#, Mi… Sus manos acariciaban las monocromáticas teclas haciendo sonar aquella melodía que no podía apartar de su cabeza, de sus circuitos cerebrales, conectados a ese bucle armónico de acordes que le invadían haciéndole perder el control. Enajenación, enloquecimiento, paranoia.

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