sábado, 16 de agosto de 2014

La última lágrima



Jueves, 8:14 de la tarde, un día cualquiera de Agosto. Sentado sobre el césped a la sombra de un castaño cerraba el libro que le había acompañado las últimas semanas mientras una lágrima recorría su cara. No era la primera lágrima del día, ni tampoco sería la última. Pasaba los días vagando sin rumbo, buscando lugares que él llamaba “mágicos”… (Me parece interesante explicar este punto. Estos lugares “mágicos” no son lugares cualesquiera, aunque cualquier lugar podría ser candidato a ello. Me explico, son lugares en los que él percibía ciertas sensaciones, emociones, sentimientos, olores que le marcaban por dentro de alguna manera… Zonas en las que evadir su mente, sentir sin pensar, disfrutar de su soledad… Cualquier lugar adquiría esta categoría si así se lo hacía sentir, aunque había sitios en los que el pasado quedaba impregnado de tal manera que automáticamente se convertían en “mágicos”).
                En su cabeza miles de pensamientos recorrían cada uno de sus circuitos a velocidades vertiginosas siendo imposible ser consciente de ellos. Cerraba los ojos intentando concentrarse en aquellas imágenes, palabras, conceptos… pero no conseguía sino que fueran aún más rápido haciéndole incluso perder el equilibrio. Su mente, su mejor aliada en ciertos momentos, era ahora su cárcel, su castigo. Ni siquiera su fiel compañero, el piano, conseguía hacerle expresar lo que llevaba dentro. Se refugiaba en aquellos “mágicos” lugares entre páginas de historias ajenas intentando mimetizarse con los personajes, hacer suyo su dolor y, quizá así, compartir o incluso ahogar el suyo propio.
                El sol, rayano el horizonte, teñía de rojo el cielo apenas cubierto por unas cuantas nubes (cirrocúmulos para ser más exactos). Con el libro en la mano, deambulaba parsimonioso por el parque observando sin mirar el paisaje que le rodeaba; una ardilla que trepaba ráuda a un árbol, una flor que apuraba los últimos rayos que el gran astro ofrecía, una pareja que se devoraba con la mirada, una hoja mecida por el viento que danzaba suavemente… Capturaba cada detalle de aquello con la intención de que apartase de su cabeza lo que más le atormentaba, su propio ser. Anduvo impasible durante un tiempo que se le hizo eterno (quizá diez minutos, quizá dos horas) hasta que sus ojos se posaron en una persona.  Se trataba de una niña de ojos azules, casi tanto como el cielo. Era pequeña, quizá tuviera 3 ó 4 años, pero sus rasgos no le eran indiferentes. A su lado, una mujer la miraba con casi tanto amor como otrora le había mirado a él… Entonces el tiempo pareció detenerse, incluso retroceder. Sus labios se elevaron dibujando una sonrisa al encuentro de la última lágrima que derramaran sus ojos.

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