Jueves, 8:14
de la tarde, un día cualquiera de Agosto. Sentado sobre el césped a la sombra
de un castaño cerraba el libro que le había acompañado las últimas semanas
mientras una lágrima recorría su cara. No era la primera lágrima del día, ni tampoco
sería la última. Pasaba los días vagando sin rumbo, buscando lugares que él
llamaba “mágicos”… (Me parece interesante
explicar este punto. Estos lugares “mágicos” no son lugares cualesquiera,
aunque cualquier lugar podría ser candidato a ello. Me explico, son lugares en
los que él percibía ciertas sensaciones, emociones, sentimientos, olores que le
marcaban por dentro de alguna manera… Zonas en las que evadir su mente, sentir
sin pensar, disfrutar de su soledad… Cualquier lugar adquiría esta categoría si
así se lo hacía sentir, aunque había sitios en los que el pasado quedaba
impregnado de tal manera que automáticamente se convertían en “mágicos”).
En su cabeza
miles de pensamientos recorrían cada uno de sus circuitos a velocidades
vertiginosas siendo imposible ser consciente de ellos. Cerraba los ojos intentando
concentrarse en aquellas imágenes, palabras, conceptos… pero no conseguía sino
que fueran aún más rápido haciéndole incluso perder el equilibrio. Su mente, su
mejor aliada en ciertos momentos, era ahora su cárcel, su castigo. Ni siquiera
su fiel compañero, el piano, conseguía hacerle expresar lo que llevaba dentro.
Se refugiaba en aquellos “mágicos” lugares entre páginas de historias ajenas
intentando mimetizarse con los personajes, hacer suyo su dolor y, quizá así, compartir o incluso ahogar el suyo propio.
El sol, rayano
el horizonte, teñía de rojo el cielo apenas cubierto por unas cuantas nubes
(cirrocúmulos para ser más exactos). Con el libro en la mano, deambulaba parsimonioso
por el parque observando sin mirar el paisaje que le rodeaba; una ardilla que
trepaba ráuda a un árbol, una flor que apuraba los últimos rayos que el gran
astro ofrecía, una pareja que se devoraba con la mirada, una hoja mecida por el
viento que danzaba suavemente… Capturaba cada detalle de aquello con la intención
de que apartase de su cabeza lo que más le atormentaba, su propio ser. Anduvo
impasible durante un tiempo que se le hizo eterno (quizá diez minutos, quizá
dos horas) hasta que sus ojos se posaron en una persona. Se trataba de una niña de ojos azules, casi
tanto como el cielo. Era pequeña, quizá tuviera 3 ó 4 años, pero sus rasgos no
le eran indiferentes. A su lado, una mujer la miraba con casi tanto amor como
otrora le había mirado a él… Entonces el tiempo pareció detenerse, incluso
retroceder. Sus labios se elevaron dibujando una sonrisa al encuentro de la
última lágrima que derramaran sus ojos.
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